10 de octubre de 2013

La resistencia

Me desperté sobresaltada. De repente me encontré sola, sentada en la cama, abrazándome a mí misma. Rodeada por la oscuridad de la noche y escuchando tan sólo el latido agitado de mi corazón que se mezclaba con el traqueteo de algún colectivo que rodaba, ruidoso, por la avenida más cercana.
La conciencia, que me mostraba dónde estaba, quién era, qué hora era, también me planteaba una verdad irrefutable y terrible: “Me gusta Néstor. Estoy enamorada de él”. Me negué a escucharla... “Un sueño tonto”, me dije y me abracé a la almohada perfumada, dispuesta a sumergirme otra vez en la inconsciencia acogedora en al que tan cómoda me encontraba hasta ese momento.
No resultó. Probé recostarme de un lado. Intenté del otro. Me puse boca abajo. Me extendí mirando el techo. Conté ovejas. Era imposible...
Resignada, decidí levantarme, caminé descalza hasta la heladera a buscar un vaso de Coca (desoyendo todos los consejos de mi madre: “no toques la heladera estando sin calzado...”) y me senté a pensar en el balcón, observando la calle vacía y la luna que parecía una cara mofletuda que se estaba riendo de mi incertidumbre.
El aire cálido de febrero terminó de arruinar mi humor pero ya sabía que no iba a dormirme otra vez. Eran las tres de la madrugada del jueves y yo, acalorada y fastidiada, decidí enfrentarme al fantasma que me estaba importunando.
Néstor. Mi mejor amigo. El que siempre estaba allí, a mano. Dispuesto a escuchar mis problemas (que no eran pocos) a cualquier hora del día. Siempre con una sonrisa y un abrazo disponibles para mí. “O para cualquier otro amigo que lo necesite, vamos... no seas vanidosa”, me auto descendí de la nube.
“¿Cómo sucedió ésto? ¿Cuándo fue que me empezó a gustar? ?¿Cómo no me di cuenta antes?”... demasiadas preguntas rondaban mi cabeza confundida. Y la más difícil de todas: “¿Qué hago con este lío? ¿Cómo me comporto con él igual que siempre si ya nada es como siempre?
No pude evitar recordar todas los momentos juntos... salidas con amigos, incluso cada uno con su pareja del momento... bailes, alguna que otra embriaguez compartida, charlas sin sentido hasta cualquier hora... Y nunca, pero nunca se nos había pasado por la cabeza la idea de ser algo más que amigos.
Las coincidencias eran muchas, eso sí. “Los gemelos fantásticos”, nos decían los demás. A veces, asombrados de lo similares que éramos; otras con un atisbo de envidia porque nuestras conversaciones eran eso: “nuestras” y no era simple que lograran inmiscuirse en esos códigos que compartíamos.
Me acordé de lo feliz que me sentí cuando viajó conmigo a ver al Indio. Tantos amigos ricoteros y el único que aceptó venir fue él. Y rememoré, también, su rostro plagado de alegría cuando recorrí media ciudad para ir a verlo tocar en un bar con sus amigos.
Y los debates sobre política... horas de mate y discusiones. No necesitábamos nada más.
Pero ahora, me estaba dando cuenta de que yo sí necesitaba algo más y ante eso, mi cuerpo se puso tenso. El estado de alerta de todo mi organismo fue pleno: “No puede pasar nada”, cavilé. “No lo tenemos que arruinar”
Y sin embargo sabía, estaba convencida, segurísima de que iba a pasar “algo”. “No es posible que yo sienta todo esto y él, nada...”, razoné.
Fui a trabajar sin dormir. Con la mirada sombreada por crueles ojeras pero más brillante que nunca. Y decidida a no ceder a la tentación: “el amor con Néstor puede llegar a ser maravilloso pero su amistad me es necesaria”, analicé.
El sábado, como casi todos los sábados, me llamó. La suerte estaba de mi lado: los teléfonos aún no tienen pantalla que permitan ver al interlocutor. Sin tener que acercarme a un espejo supe que el rosado de mis mejillas y la sonrisa de mi boca me hubieran incriminado en menos de un segundo.
El plan era salir a tomar algo. “Vos llamá a tus amigas, yo me encargo de los míos”, organizó. Así lo hice pero mis mujeres no cooperaron tanto como el teléfono. El escrutinio final arrojó el resultado de una con gripe, otra que salía con su novio a festejar un aniversario y la tercera embarcada en la organización del cumpleaños de su madre.
Néstor llamó al caer la tarde con resultados similares: todos sus amigos ya tenían planes. “Salgamos los dos solos...”, propuso.
Para mi endeble corazón, sus palabras sonaron casi como una amenaza. Pero, ¿cómo justificar mi súbita renuencia a una salida con él?... Acepté.
Hice todo lo posible... todo. Dejé de lado el bolsito de maquillaje, me calcé un jean que me quedaba bastante flojo y le dediqué muy poco tiempo a mi cabello. Mi idea era no gustarle. Pero, a último momento, elegí la remera con la estampa del tigre que sabía era su favorita...
El universo conspiró en mi contra. Podría haber vestido de la manera menos atractiva, daba lo mismo: esos ojos oscuros y esa simpatía no necesitaban más. Pero el muy atrevido lucía perfecto, enfundado en su campera de cuero negra (la que tanto me gustaba), dispuesto a llevarme a un bar a ver una banda de rock amiga.
Al llegar a la puerta del local, la confabulación de las estrellas continuó: la banda había suspendido la presentación. Así que, lejos del ambiente ensordecedor que me hubiera garantizado cierta seguridad, terminamos en la terraza de un restaurante, a la luz mitad luna- mitad velas, compartiendo un vino aterciopelado.
Fue la noche más sencilla y hermosa en mucho tiempo. Nos reímos mucho y la incomodidad inicial pronto se evaporó. Sólo volví a sentirla cuando los comensales de la mesa vecina, al pedirnos fuego, se disculparon por interrumpirnos en lo que parecía ser “nuestra primera cita”
Ese instante bastó para ver en él la misma desazón, la misma incomodidad y supe que estaba perdida...
“Voy al baño”, balbuceé. “Bueno, yo pido otro vinito...”, musitó. Y me quedé diez minutos frente al espejo intentando decidir si alegando estar descompuesta me escapaba a casa o enfrentaba la situación.
“¿Desde cuándo huyendo? ¿Desde cuándo cobarde? ¿Y la negra peronista que puede con todo, dónde está?”, casi le grité a mi propia imagen. Erguí la cabeza y volví.
Me esperaba, con una copa y una sonrisa. Y con esos ojos perfectos, que nada hacían para que yo temiera o dudara.
Me senté y apoyé mi cabeza despeinada sobre su hombro...como siempre hacía pero como nunca antes había hecho. Me miró, muy serio, y me besó. Y toda la resistencia y las palabras que había ensayado para rechazarlo se borraron de mi mente. Me lancé a sus brazos sin vacilar.


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