26 de noviembre de 2013

La abuela rebelde

El día en que finalmente murió mi abuelo paterno no lloré. Quizás porque hacía demasiado tiempo en que se hallaba postrado en una cama del asilo de ancianos municipal y sin posibilidades de recuperación. O quizás, y esto se acerca más a la realidad, porque nunca había entablado conmigo una relación cariñosa y compinche, como es habitual entre nietos y abuelos.
La abuela Iris tampoco se mostró acongojada.

19 de noviembre de 2013

Sólo una tijera

Desde chico fui el raro de la calle. Nunca disfruté de los juegos en equipo como el fútbol o el básquet ni de las travesuras idiotas que ideaban mis compañeros de tardes: robar manzanas al vecino o romperle la muñeca a la nena más llorona del barrio jamás me pareció divertido. Sabía que era distinto al resto de los chicos y eso siempre me avergonzó, me daba cuenta de que mi forma de pensar y actuar no era la habitual y por eso la ocultaba.
He perdido horas enteras mirando asombrado las trenzas largas de las chicas que pasaban bamboleándolas sobre sus hombros. Y hasta las seguía, atontado por la fascinación que esos cabellos largos ejercían sobre mí. Caminaba tras ellas durante mucho tiempo, a través de las calles de la ciudad, siempre con miedo de que me vieran y adivinasen por qué las estaba siguiendo.
Ver a mi hermana, cada mañana, cepillarse los mechones fragantes de shampoo me anonadaba. Logré reprimir mis sentimientos durante algún tiempo pero debo reconocer que mi debut fue con ella… incestuoso, ¿no? La primera vez que corté pelo fueron sus cabellos, tendría entre quince y diecisiete años y su larga trenza ya me obsesionaba, así que una noche, me acerqué sigiloso a su cuarto y le corté un mechón, mientras dormía. A la mañana siguiente hizo un escándalo, claro, típico de adolescente. Nadie de la familia me adjudicó el hecho aunque estoy seguro de que tanto mi madre como mis hermanos sabían que yo había sido el autor.
Esa noche fue plena. Por primera vez supe del placer de besar y besar esos lindos cabellos, de apretarlos contra mis mejillas y sentir su rico olor hasta que llegaron los movimientos del cuerpo y fui feliz. Tuve la certeza de que ninguna otra parte del cuerpo femenino podría nunca causarme la gloria que sentí al tener ese mechón de cabellos sobre mi almohada. Y a partir de ahí, no pude parar.

12 de noviembre de 2013

Amores locos

Jorgito era el “loquito” del pueblo.  Con algo más de veinte años y un nacimiento gracias a un parto complicado, tenía una mente de un nene de primaria en un cuerpo de hombre. Era chocante escucharlo hablar entre balbuceante y tartamudo expresar sentimientos y sensaciones algunas veces de niño, otras de hombre.
Provenía de una familia muy humilde, tan humilde que incluso él tenía que trabajar. Todos los días, ni bien amanecía, luego de tomar el mate cocido calentito que le preparaba su mamá, se calzaba su ropa favorita (siempre la misma camiseta desteñida de Boca), se montaba a una desvencijada bicicleta roja y se dirigía al único diario de la ciudad donde retiraba una pila de ejemplares para repartir entre sus clientes.

5 de noviembre de 2013

El vestido ajustado

Después de un año lectivo completo en la ciudad de Buenos Aires, todavía cada quince días, cuando no podía viajar al pueblo a pasar el fin de semana por razones económicas, pasaba esos dos días llorando y comiendo para paliar la angustia.
Por suerte, las corridas de la semana, entre trabajo y facultad, no dejaban que el cúmulo de alimentos que eran mi consuelo se vieran reflejados en mi vientre y mis caderas.
El último mes y medio del año fue arduo. Las fechas de entrega de trabajos prácticos, parciales y finales lograron que tome la terrible desición de no viajar a mis pagos hasta Año Nuevo.
Un mes y medio tapada por los apuntes ya indescifrables hasta para mí y durmiendo las pocas horas que el trabajo y losexámenes me lo permitían. Así, llegué al 30 de Diciembre con abstinencia de pueblo, de mimos de madre, de salidas con amigas y de él.
Con esa abstinencia desesperada a cuestas, subí en la estación de Retiro al colectivo que tardaría casi seis horas en recorrer los doscientos kilómetros que me llevarían hasta allá.